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Roberto Mariani

Santana
Cuentos de Oficina, 1925
de Roberto Mariani

[…]

Calle silenciosa y de escaso movimiento; apenas la atraviesan durante las horas del día unos cuantos carros — chatas y camiones — pesadísimos con sus enormes cargas. La calle Balcarce corre desde la Plaza de Mayo hasta el parque Lezama en una línea irregular interrumpida cinco o seis veces por manzanas de edificios que la tuercen y la llevan cincuenta, cien metros hacia el Este. Alguna vez, —en Venezuela, — se corta, desaparece, como absorbida por el Paseo Colón, pero reaparece dos cuadras más al Sud. Tiene su arquitectura peculiar esta calle Balcarce. A lo mejor, al lado de un galpón moderno de fachadas desnudas de ornamento, o al costado de una casa de renta de cinco o seis pisos encimados como hojas de libros, está depositada, como cosa olvidada, alguna vieja casona colonial, de humilde y sarmentosa fachada, de muros descascarados, con ventanas enrejadas, portales de madera tallada pero incompletos, y un techo de tejas, tan bajo, que parece caérsele encima a uno.

Estas casonas son para el espíritu curioso, las más interesantes; dan la grotesca impresión de un apuesto y orgulloso hidalgo tronado y con hambre; mucho abolengo, limpio apellido, auténtico escudo de armas, traje de irreprochable corte pero todo sucio, viejo y pobre. Una de estas antiquísimas mansiones, actualmente agoniza en conventillo. En sus espaciosas habitaciones donde acaso en 1815 o 1820 algún general de la Independencia abandonara esposa e hijas para ir a satisfacer su sed patriótica en los abiertos campos de batalla, hoy conviven apretujadas seis u ocho familias de las más diversa nacionalidad, y costumbres contradicto rias hasta la beligerancia. Italianos, franceses, turcos, criollos. La última habitación la ocupa un griego relojero.

La casa consta de tres cuerpos en una sola ala; y suma en total doce habitaciones. Hay tres patios. Franqueando el zaguán, levanta su agravio la chapa metálica que según ordenanzas municipales debe existir en las casas de inquilinato. El primer patio está siempre sucio y lleno de chiquillos; en cambio, el segundo también; pero el tercero, igualmente. Adosadas al muro que separa de la casa vecina, están las cocinas, ocho en total; precarias construcciones de madera y zinc, que más parecen frágiles garitas. Cuando llueve, ameniza el ruido ametrallante del agua, las blasfemias de las vecinas que deben cruzar el destechado patio para llegar a las cocinas. Después de aquel temporal en que un aletazo de viento tumbó al suelo a la lombarda del segundo patio destrozándole la sopera y derramándole el humeante caldo, las vecinas todas, en un acuerdo defensivo, decidieron cocinar en sus respectivas habitacionesdurante los días de recio viento o dura lluvia, rebeldesa la obstinada reclamación del negro Apolinario, encargado delconventillo donde naciera y representante, allí, del dueño, suantiguo amo. Unas reparaciones sumarias pero sólidas últimamenteefectuadas, prolongaron el servicio del edificio; se reforzaronlas maderas del piso, se enmendaron algunas puertas, serecompuso el techo…Baratos, los alquileres. Santana ocupaba dos piezas en elsegundo patio.Volvía Santana a su hogar entre siete y media y nueve, diariamente,desde hacía… ¿Desde cuándo?…

Desde siempre…Amelia lo esperaba. A las ocho cenaban; pero si a esa horaaún no había llegado Santana, su mujer iba a la cocina, cogía lasopera y la fuente, y traía la cena a los hijos. Ella esperaba a sumarido. Al principio había esperado por amor; ahora esperabapor costumbre.Esa noche Santana no acababa de llegar. Cenaron los chicos.Santana no llegaba. Amelia puso a dormir a Carlitos. Despuésarrastró la camajaula de Alfredo desde el dormitorio de los esposos,hasta el comedor. Pasaba el tiempo y Santanta no llegaba.Amelia apagó las luces.

Los mozos del conventillo pasaban conversandode football o de minas. Amelia llevó la silla de mimbre blanco a la puerta del comedor que daba al patio. Sentóse, dispuestaa aguardar. Esperaba. ¿Qué le habrá sucedido? ¿Balance?

No. ¿Trabajo extra? ¡Quién sabe! Prestaba atención a los ruidosque provenían del zaguán. No; no era Santana este que entraba.¡Las once, ya! Amelia se asustó. Había tardado en inquietarse,pero se angustió por fin con un temblor interior y un temblorfísico… ¡Las once! ¡Aquí está!Amelia se incorporó; entró en la habitación y encendió laluz.

—¿Cómo tan tarde?

El no contestó

Ella se le aproximó.

—¡Pero!… ¿qué tenés?… ¿Estás… estás… tomado… qué

te pasó?…

—Me suceden cosas terribles…

—¡Qué!… ¿Perdiste el empleo?…

¡Lo primero que pensó y tradujo la mujer, la esposa, lamadre! ¡Lo primero, lo principal, lo primordial, lo trágico, lovital, para las* familias* del empleado! ¡No la salud, no el honor,no el pecado! ¡Qué salud ni qué honor ni qué moral! ¡El empleo,el dinero, el sueldo, el pan, el pan de los hijos! ¡El empleo, el

empleo, que es comida y lecho!

—No, todavía… pero… quién sabe…

—¡Noooo!…

Amelia tembló. Se empañaron sus ojos. Apremió a su maridocon preguntas apresuradas cuyas respuestas frágiles apenasoía o interrumpía. Preguntó, reprochó, rectificó. El contaba yella por momentos atendía y desatendía, o interrumpía para unreproche, para una aclaración. Después ya le conformaba y consolaba.No había que exagerar. No era para tanto. Y, en últimocaso, ella iría a ver al gerente, y le diría… O antes hablaría conla esposa del gerente… Las mujeres, entre ellas, se entienden.Iría con los nenes, con los tres…—Bueno, no hay que desesperar. Sentate a comer.

El no, no iba a comer. No tenía ganas. Ella insistió. Hablarondel suceso. Todavía dos o tres veces insistió la mujer:—Pero sentate, comé…

Continuaron hablando.

—Andá, andá a acostarte ahora…

Y momentos después:

—Es mejor ir a la cama…

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