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Desde la infancia estuve vinculado con la comunidad irlandesa de Buenos Aires. Recibíamos el periódico The Southern Cross, que era central en más de un sentido.

Mis antepasados vinieron a la Argentina en el siglo XIX, no como consecuencia de la Gran Hambruna (1845 a 1852), sino por la promoción de sacerdotes irlandeses establecidos acá que buscaron interesar a sus compatriotas para que se largaran al Río de la Plata donde se ofrecían grandes oportunidades laborales. Por el lado de mi padre, hicieron escala en el Uruguay, en Colonia, para después cruzar el río y convertirse en Irish-Porteños. Mis padres se casaron a principios de la década de 1950. El apellido de mi madre era Coughlan. Hasta su generación, los irlandeses rara vez se casaban con criollos o con gente de otras colectividades. Como último resabio de esa pertenencia, paradójicamente todos nacimos en el Hospital Británico. Éramos ocho hermanos y aunque nuestros padres siempre buscaron transmitirnos la cultura de nuestros ancestros, a los varones no nos mandaron a colegios de irlandeses. Mi hermana sí fue al Santa Brígida, pero mi padre, que fue compañero de Rodolfo Walsh en el Fahy, había jurado que si tenía hijos varones jamás los mandaría allí.

De niño, viví con mis tíos abuelos, los Coughlan / Dunne, en una vieja casa del barrio de Villa Urquiza. Eran muy irlandeses, hablaban Irish-English y también esa mescolanza, el Irish-Porteño. Cultivaban sus tradiciones, la música, las lecturas y las comidas. Yo era fanático de los dumplings, que eran como albóndigas hechas de harina que se sumergían en el Irish stew. Fueron años muy felices, recibí mucho afecto, fui como el hijo que ellos no tuvieron. Mis padres, en cambio, eran muy estrictos con nosotros como mis abuelos lo habían sido con ellos. Nos inculcaron el concepto de que habíamos venido a la vida para sufrir. A ellos se los habían inculcado en el Fahy y en el Saint Brigid’s. Otra cosa: mi madre esperaba que alguno de sus hijos terminara siendo cura, por lo que casi todos los varones pasamos por algún seminario, aunque sin éxito.

Desde la infancia estuve vinculado con la comunidad irlandesa de Buenos Aires. Recibíamos el periódico The Southern Cross, que era central en más de un sentido, participábamos de reuniones sociales como el St. Brigid’s Bazaar o el Keating Bazaar y de ceremonias religiosas y culturales. Durante cierta época fui organista en la iglesia de la Santa Cruz. La literatura irlandesa es muy importante para mí. Y aunque como profesor me especialicé en literatura argentina, en los últimos veinte años me incliné por la historia de la literatura irlandesa, y de los escritores argentinos de origen irlandés. Ese encuentro de dos culturas es muy enriquecedor.

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