Como típica argentina estoy cruzada por múltiples identidades, y una de ellas es la irlandesa. Un bisabuelo y cuatro tatarabuelos irlandeses llegaron a la Argentina a mediados del siglo XIX. La generación de mi madre fue la última que habló inglés desde niña. Si bien mi abuela St. John se casó con un nieto de italianos y vascos, transmitió a sus hijos la tradición irish enviándolos a colegios de la colectividad. Mi madre fue a una escuela de monjas que ya no existe, el Keating Institute, donde entre muchas cosas aprendió canciones y poesías bastante tétricas que, a pesar del miedo que nos daban, pedíamos que nos contara una y otra vez.
También mamá nos legó las costumbres culinarias. Es habitual que invite a sus nietos a la ceremonia del té con scons, shortbread y dulces caseros. Las recetas que heredó y que resguarda en un viejo cuaderno índice con tapas de hule, ya han sido copiadas por todos. Otro aspecto que supongo heredado de la familia irlandesa es cierto sesgo antibritánico, funcional al “revisionismo histórico” argentino. Si bien comencé a interesarme por mis orígenes desde muy pequeña, como politóloga aproveché mis conocimientos en Historia y Metodología para abordar los estudios sobre los irlandeses en la Argentina.
Así, me convertí en la genealogista de la familia y seguí la pista del tatarabuelo Cusack en el Archivo General de la Nación, donde pude averiguar que llegó en julio de 1849, en el buque Vanguard. Con este dato escribí a la Sociedad Genealógica Irlandesa y ellos me contactaron con Santiago Boland, en Bahía Blanca, quien tenía el proyecto de ubicar a los descendientes de los pasajeros de ese barco en el que también habían viajado sus antepasados inmigrantes. Gracias a las redes sociales pudimos encontrar a muchos más descendientes de los compañeros de travesía.
Entre las fotos que recuperé, gracias a que toda mi familia se puso a revolver cajones, apareció la de Thomas Cusack, y hasta un gran tomo de poesías – Moore’s Complete Works– firmado por él, de modo que pudimos conocer su hermosa caligrafía. La suerte hizo que un libro salvado de las llamas de la Iglesia de San Ignacio en 1955 fuera el que registraba su matrimonio con Anne Kearney en 1850 y así descubrí nuevos apellidos por sus respectivas madres: Burns y Dowdal. Por familysearch conseguí las actas de bautismo de sus hijos porteños, siempre con domicilios cerca de la Plaza de Mayo. Aunque camino por allí habitualmente, nunca dejo de pensar que voy sobre sus pasos.