Hago teatro y música desde muy chico, desde los siete años, y desde un tiempo a esta parte siempre me pensé en relación a un espacio. Por la necesidad de investigar, de dar clases, de un espacio que no esté ligado a ciertas exigencias del mercado. Cuando empecé a hacer teatro de sala profesionalmente, el denominado “teatro off” o “under”, que ya había tenido una gran expansión, tenía un montón de reglas, a mi entender poco genuinas. Producto de esa necesidad y de la insatisfacción de cómo llevaban estas salas, empezaron a aparecer algunos espacios que ahora son muy comunes y que proliferaron mucho: casas, fábricas y alquileres destinados para otros rubros devenidos en espacios teatrales. Era una necesidad de los productores, actores, actrices, investigadores. El Teatro del Perro es de esa camada.
Hubo un hito claro en relación al desarrollo de estos nuevos espacios artístico culturales: la tragedia de Cromañón en 2004. Las exigencias con los espacios se modificaron luego de la tragedia, especialmente en la Ciudad de Buenos Aires. Se empezó a dar otra batalla cultural, empiezan a surgir otras agrupaciones. Ahora estamos todos trabajando juntos, porque las problemáticas terminan siendo similares, pero en su momento fueron muy distintas.
Esta situación es muy relevante porque las condiciones de la sala, incluso del borderaux, condicionan directamente la producción. Si producís en un espacio que te dice: “Estás en cartel mientras se sostenga el ritual teatral”, es una cosa. Si producís pagando la sala de ensayo, para finalmente estar en cartel mientras que llenes la sala, las condiciones de producción son completamente distintas; los intereses se corren de la relación con el público a la relación con el mercado. La relación de intereses entre el artista y el espectador cambia si la pensás a través del producto, del mercado, del dueño de sala o de la prensa, o si la pensás a través de la trascendencia.
El teatro y su función pública
El Teatro del Perro surgió como un espacio de acción e investigación sobre las artes escénicas, y es el objetivo que sigue persiguiendo. El acuerdo con los artistas no prevé una fecha de estreno ni de finalización. Lo que se programa se mantiene en cartel hasta que, entre el elenco, lo que sucede en el espacio y el público, se decida colectivamente que es tiempo de sacarlo de cartel.
Juegan otros parámetros para la subsistencia del espacio, que no son los económicos. Uno de ellos se incluye en el nombre: no es un estudio, es un teatro. Y si bien la administración es privada, el nombre propone una función pública. Si tu teatro replica las lógicas de un comercio, por favor, sacále el nombre de teatro, porque es una mala praxis, un acto de hipocresía muy perverso.
El Teatro del Perro no se sostiene económicamente en términos comerciales, de ganancia, pero sí como espacio de producción, de creación, de investigación. Nosotros inventamos una nueva categoría del teatro: está el teatro off, el teatro under, el off del off y el teatro a pérdida, que es el nuestro.
Los ingresos que tenemos permiten pagar los gastos e ir creciendo lentamente en infraestructura. Recién ahora, se sumó gente que se encarga específicamente de los subsidios. Por primera vez tenemos subsidios de equipamiento, luces nuevas y subsidio de funcionamiento, que alcanzan para subsanar algunos déficit que antes se traducían en crecimiento demasiado paulatino. Me parece importante entender dónde están las esencias de uno en relación a la producción; en ese sentido nunca sentí que el Teatro del Perro haya sido precario. En cuestiones edilicias sí, en cuestiones iluminotécnicas, a veces. Hubo momentos de precariedad pero no en la relación a la audiencia, ni a la investigación, ni en relación a la calidad del ritual escénico.
A mi me enoja cuando se le adjudica a la línea subsidiaria la capacidad de poner en crisis el desarrollo cultural. No hay que darles a las políticas estatales el falso poder de poner en crisis la producción artística. Las políticas gubernamentales pueden afectar las condiciones de proliferación, pero el arte va a proliferar por más que lo limite la clandestinidad, aunque sea el objetivo del Gobierno de la Ciudad hace años. Ellos nos quieren clandestinos, pero eso no va a impedir que el arte prolifere. Esto está sabido, ninguna vanguardia y ninguna época compleja generó mal arte.
Tracción de las realidades
Me interesan poéticamente este tipo de espacios, no solo éticamente sino también estéticamente. El tamaño no es una condición que incida en el éxito del espacio. No es que me gustaría actuar, dirigir o producir en condiciones mayores que éstas. Hay algo de cómo se entrena, cómo se investiga, cómo se produce en espacios de estas características, con esta distancia respecto del público y este involucramiento con el espacio, que construye la realidad de la sala.
Después de diez años trabajando acá puedo decir que este tipo de teatro me resulta relevante. Es el tipo de teatro que me interesa investigar, el lugar donde me interesa producir. Por eso me quedo acá. Todo lo demás es intransferible; la cantidad de experiencias específicas que uno atraviesa por tener un espacio, defenderlo de ataques directos o persecuciones de políticas anti-culturales. Atravesar eso a uno lo pone en una instancia muy íntima de deseo. Si no está ese deseo uno se amarga mucho porque, en parámetros de éxito, somos un fracaso. En cuanto al mercado El Perro es un fracaso, estamos en el mismo lugar que hace diez años. Pero otra posición puede ser muy torturante también; no mucha gente necesariamente es feliz cuando adquiere esos parámetros de éxito de mercado, no es para todos eso. Este espacio me enseñó a darme cuenta de que el teatro que me interesa y que me hace feliz ver y hacer es el teatro artesanal, de trabajo, de inversión, el trabajo a pérdida. Tal vez es un poco precaria la vida del teatrista a pérdida en sus características más visibles, pero por adentro crecés mucho. Tiene costos, pero el teatro a pérdida es el que me hace feliz.
Está bueno tener hambre de teatro pero creo que es importante construir un teatro que genere hambre. Hambre de cultura, de pulsión, de empatía, de necesidad del otro, de crítica al otro, de tracción sobre la realidad. En mi definición personal, el arte tracciona sobre la realidad, no solo sobre la propia realidad o la del micromundo de aceptación que uno se construyó, sino sobre las realidades. Para que un espacio traccione políticamente tiene que plantearse en qué y en dónde está poniendo sus herramientas, sus capacidades y sus responsabilidades en tanto agente cultural. Si uno entiende el hecho artístico escénico como un acto de comunicación, si el espectador te ve como un agente social, bueno, tal vez el teatro que hagas en sala pueda ser relevante, porque ahí acuden porciones de sociedad.
Hay un mapa de responsabilidad que está bueno que nos repartamos, me parece a mí. Y en este momento me parece que el arte, el hecho escénico, cultural, es muy vital. Si vos le preguntás a mi intelecto si hay arreglo para la humanidad, si va hacia lugares más luminosos, te digo que no. Pero si le preguntás a mi cuerpo, te digo que sí.