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MAURICIO KARTUN
el fenómeno de la máquina
Las ideas te las da Dios pero, después, escribirlas es un infierno

Hace ya cuarenta años que hago teatro. En principio como dramaturgo y en los últimos años también como director. Creo que el teatro, como algunas actividades humanas, tiene anzuelos. Nos plantea una especie de atractivo orgiástico. El teatro es una actividad divertida, social. Fijate que buena parte de los cursos de teatro tiene siempre un pequeño porcentaje de gente en busca de novias o novios. Siempre está presente, en el hacer teatral, esto del encuentro. Yo llegué a los veinte años inevitablemente empujado por eso. Escribía narrativa y la narrativa era solitaria, y de pronto encontré un lugar donde podía hacer aquello que sabía, y que de alguna manera me habían dicho que hacía bien, que era escribir. Pero en lugar de hacerlo solo en mi casa, ahora lo hacía en un marco donde aparecía todo lo que en ese momento eran mis pasiones: lo social, la política y las hormonas, naturalmente.

Al principio entré al teatro con tal pasión, con tal euforia, que no sentía el dolor a los golpes. También tenía cierta inconsciencia y una autocrítica baja, no me calentaba tanto cómo salían las cosas. Empecé haciendo un teatro francamente político, más de barricada; entonces el acento estaba puesto en la comunicación, no tanto en el resultado artístico. Pero en un momento eso empezó a flaquear. Ahí comenzó la duda y volví a estudiar.

Me metí en dramaturgia en los ochenta, diez años después de haber estrenado mi primera obra, aceptando la hipótesis de “hace diez años que hago esto, pero no lo hago bien”. Después, aparecen otras dudas que tienen que ver con pensar cuánta energía es razonable poner en algo, en términos de energía cotidiana. Quiero decir, en un campo sagrado pongo un montón de energía en la creación. En un proyecto, ¿qué viene de regreso, qué devuelve? Y lo digo en los términos más vulgares: ¿cobrás por eso? ¿Podés vivir de eso, es razonable hacerlo? Apareció todo esto como una duda muy grande. Y frente a esa duda, una nueva decisión: me volví a casar con el teatro. Volví a consolidar esa pareja, renové votos a fines de los ochenta, principio de los noventa, dejando otras actividades en las que profesionalmente me iba bien, actividades comerciales, para dedicar todo mi tiempo al teatro. Por supuesto que lo administré entre la creación y la docencia, buscando los campos de los cuales podía morfar. Pero una vez que decidí trabajar en el campo del teatro y aledaños, entré en un tobogán en el que ya no hubo duda.

Cómo definirse
Dramaturgo es alguien que ha incorporado de tal manera sus herramientas que dispone de ellas de manera espontánea. Es decir, tiene la capacidad de resolver con su conocimiento la extraordinaria problemática que plantea, en el caso de la dramaturgia, la escritura de una pieza teatral. Hay diferencias entre alguien que actúa y un actor, entre alguien que dirige y un director. Normalmente hay un tiempo de formación, luego hay un tiempo en que el cuerpo empieza a mecanizar, a sintetizar. Vos incorporás el conocimiento que es sustancia pura; el teatro, los cursos, lo que leés, el teatro que ves. Y hay un momento en que tu cabeza transforma esa sustancia en esencia. En ese momento podés decir: “Soy dramaturgo, soy director”, pero alguien te lo tiene que corroborar, siempre hay un afuera que te lo corrobora. Yo, por ejemplo, todavía me resisto a decir que soy director. Mis amigos me preguntan: “¿Cuándo vas a decirlo?”. Cuando el cuerpo y la cabeza me indiquen que efectivamente lo soy.

En cuanto a mis prácticas creativas te diría que, en principio, siempre implican una energía en la búsqueda de formas. La primera de las energías es esa: la de crear sentido y forma a partir de patrones vagos. Nadie quiere hacer una carita con un enchufe, ninguna nube quiere hacer la figura de un barco, pero uno ve eso… Luego está la energía de registrar, porque cuando encontrás algo pequeño, esa semilla, ese núcleo, si no das con las palabras que le den forma, que lo eternicen y le den futuro, se te pierde. Entonces busco, investigo, escribo, hago largos acopios hasta llegar a la hora de la verdad, que es sentarse a escribir. En mi caso trato de armar retiros, irme de Buenos Aires. Cosa que, por otro lado, no me cuesta porque es parte del placer de la escritura: correrte de la actividad cotidiana y entender que la escritura es la actividad. De pronto podés pasarte uno o dos meses escribiendo y entrar en ese estado raro, de obsesión. “Tiempo abolido”, le decimos nosotros. Un mes metido en la escritura de una obra. Claro que hay que aceptar una hipótesis humana y es que a veces te sale y a veces no te sale. A veces llegás a un primer borrador y la última de las energías la ponés en corregirlo. Ese es otro de los momentos placenteros. El quilombo es escribir; hacer los acopios, corregir, es parte de un proceso placentero. Anda por ahí una frase que dice: “Las ideas te las da Dios pero, después, escribirlas es un infierno”. Uno vive un poco en ese estado: el de haber sido premiado por esta profesión, por las ideas que te aparecen, y puteando contra tus propias limitaciones para darles forma.

Al trabajar empiezan a aparecer ciertas zonas de la cáscara del comportamiento del artista: la vanidad, el ego. Arriba está la cáscara y abajo, en lo profundo, está la cimiente, aquello que vos plantás y da otra cosa, y eso es lo verdaderamente importante. Lo trascendente y con lo que te paga el teatro es con tu propia obra, con la sensación de ser alguien diferente después de escribirla, de aceptar que el procedimiento te permite comprender cosas. En el pecado está la penitencia, dice la Biblia, en el hacer está el premio.

La máquina
Soy una parte de un fenómeno social. Cuando uno se entiende en términos de engranaje del fenómeno social, entiende también el fenómeno de lo trascendente. Trascender no es “yo”, es “nosotros”. Trascender es crear ese nosotros donde yo muevo un pedacito y soy movido a la vez por otras fuerzas, y en la totalidad creamos esto que llamamos el teatro y, arriba, el arte. Comprender esto es lo que te vuelve verdaderamente artista.

Sucede una paradoja porque en la creatividad los artistas ponen algo del ego, algo de la vanidad y de su propio yo, sin el que ningún fenómeno artístico tendría originalidad; pero por otro lado, si no te incorporás al proceso creativo como parte de un fenómeno total, siempre vas a ir al fracaso, siempre terminarás en ese estado de angustia horrorosa en el que terminan las personas vanidosas, que nunca se terminan integrando a la totalidad, si no que se imaginan como una sola pieza en movimiento. El teatro, cuando te incorpora, cuando te da la posibilidad de entrar como parte de su engranaje, lo que te está diciendo es que una pieza toma fuerza de otra y la transmite a una tercera: es el fenómeno de la máquina. Cuando uno acepta esto entra también en el placer extraordinario de la totalidad.

Si yo miro la totalidad de mi trayectoria estos años lo que veo es que fui dejando poco a poco los atavíos y atributos de lo personal para entenderme en algo mucho más complejo y, por otro lado, extremadamente más placentero, que es lo societario. Yo creo que ese es el fenómeno de la trascendencia; uno está en otros. Algo, un fragmento de lo que uno tiró está ahí, en otros. Yo creo que esa ha sido la gran modificación; entenderme como parte de una totalidad. El arte cumple esa función y el teatro, en todo caso, acepta ese aporte humilde de ser una parte del arte. Y uno lo que tiene que aceptar es esa condición humilde de saberse un granito dentro de ese lenguaje.

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