Quinquela Martín es el pintor más popular de la Argentina. Su vida y su obra armaron una leyenda que trascendió hasta aquellos estratos sociales que no frecuentan museos ni exposiciones. El trazo grueso de su biografía nos pintaría una secuencia de folletín, por otra parte muy acorde con el barrio: el expósito que se sobrepone a la adversidad, triunfa y generosamente no olvida sus orígenes. Sin embargo, detrás de los clisés y las simplificaciones existe una vida apasionante y la construcción de una obra cuyo vigor y personalidad lograron un lugar indiscutido en la plástica nacional y en el reconocimiento internacional.
La infancia de Quinquela Martín, sus circunstancias podrían ejemplificarse muy bien con la estética de las películas de Chaplin: esas tragicomedias que nos dejan pasmados por su poder de conmover. Nacido probablemente el 1° de marzo de 1890, fue el 21 de marzo de ese año, con unas semanas de vida, abandonado en las puertas de la Casa Cuna. Lo curioso es que el bebé estaba envuelto en ropas finas y llevaba pañales de seda. Abrochado a la manta que lo envolvía había un papel que decía: “Este niño ha sido bautizado y se llama Benito Juan Martín”. El detalle de las ropas finas acrecienta la curiosidad y abre la posibilidad de una historia de folletín, la del niño tal vez de origen encumbrado, abandonado a causa de ese desliz materno, algo altamente probable en la época.
Entre los seis y los siete años fue adoptado por una pareja que también prefigura un caso frecuente de la época: la madre indígena, de Gualeguaychú y el padre genovés, de Nervi. Como la gran mayoría de los matrimonios de La Boca, eran de origen humilde y vivían en la estrechez de la clase trabajadora. Él empezó trabajando en el puerto y ella era sirvienta, posteriormente lograron poner un carbonería.
Quinquela ya tiene un hogar, pero su devoción es la calle, lugar que, declaró, amaba por sobre todas las cosas, lugar de enfrentamiento a pedradas de pandillas, de juegos y de muy precoz y necesaria aplicación al trabajo. Una mañana, “Mosquito”, tal fue el apodo que le dieron posteriormente los obreros, tuvo que dejar la cama de golpe ante las palabras de su padre: “Vestite rápido que tenés que venir con- migo al puerto”. Quinquela, entonces, pintará lo que conoce muy bien y desde los catorce años: el trabajo duro del puerto, de acarrear bolsas, de empujar carros,de cargar barcos. Lejos de significarle ningún tipo de resentimiento, dice: “Las penurias, si es que las ha habido, han sido para mí una escuela formidable de la vida; todo ha sido un bien que yo haya sido obrero: el trabajo modeló mi voluntad. Así me he formado”.
Junto con el trabajo temprano llegó a la vida de Quinquela, como a la de todo vecino del barrio, la participación en organizaciones obreras y agrupaciones. A los 17 años se anotó en la “Sociedad Unión de La Boca”, especie de academia universal, donde empezó a estudiar dibujo con Alfredo Lazzari. Desde entonces, el arte le traería a Quinquela entrañables amigos y disparatadas cofradías.
“Cuando no necesitaba trabajar en el puerto me pasaba el día pintando en el muelle o en las calles de La Boca. Un pintor pintando en la calle era entonces un bicho raro. Los chicos le tiraban piedras y le gritaban: ‘¡Pintor!…’ y agregaban una frase procaz, que era como otra pedrada. Los grandes, por su parte, no se mostraban más sensibles al arte que los chicos. Pero nosotros fuimos educando y dominando poco a poco a chicos y grandes. (…) Hoy hay un clima artístico en La Boca, y el pueblo siente por el arte una admiración y un respeto que no son inferiores a su entusiasmo por el fútbol.”
Bohemia y la “locura luminosa”
Desde mediados del siglo XIX y luego con la vuelta del siglo y el advenimiento de Freud, locura y arte fueron relacionados no sólo por psicoanalistas sino también por filósofos, pensadores y los propios artistas. Tal vez el ejemplo más icónico de la relación entre arte y locura esté cifrado en la figura de Vincent van Gogh. Pobreza, alcohol, ajenjo y desesperación lo llevaron hacia el suicidio; antes, a la internación en un manicomio.
La bohemia boquense de los años veinte, de la que sin duda Quinquela fue figura central, la que se reúne en banquetes, la que festeja, la que enfrenta con desenfado a la academia y pinta cuadros que retratan el barrio, el río, el transbordador y los trabajadores como parte indisoluble de esa identidad y el carnaval como su fiesta popular por antonomasia, esa bohemia detenta otro tipo de locura. Y aunque muchas veces, pobreza, privaciones y enfermedades llevaron a muchos de estos artistas a la desespera- ción, la “locura” que imperaba en las calles del barrio, en un sentido comunal y artístico, es la locura alegre, benévola, de los que creen y quieren vivir en un lugar mejor, de aquellos a quienes “les falta un tornillo”. Artistas obreros que escapan a las normas cotidianas del trabajo, de los horarios, de las reglas que rigen el diario vivir de la gente. Son las ilusiones desmedidas, las francachelas, la amistad extrema, la lealtad, la muerte prematura, los desvelos hasta las altas madrugadas con amigos lo que marca esta “locura luminosa”.
En Quinquela, en particular, es esta locura luminosa, volcada hacia los demás como alegría o desborde compartido, la que impregna toda su obra y se manifiesta en su bohemia, no sólo aceptada, sino querida por los habitantes del barrio. La luz de Quinquela es un potente faro para el barrio de La Boca.
Los colores fuertes de su paleta, el trazo grueso, el empaste, iluminan el trabajo de los hombres del puerto, siempre inclinados por el peso a sus espaldas, iluminan las calles de tierra y las casas de chapa, iluminan el río y el transbordador, aunque estén opacado por el humo de las chimeneas de las fábricas, transfigurándolos. Esta era la locura amable de estos “chiflados”, amantes de la noche, que no debe confundirse en ningún momento con diletantismo; artistas serios, muy serios, pilares de la plástica argentina que dejaron, como Quinquela, la vida en sus cuadros.
Sólo para locos
En la invitación a la cena que celebraba el éxito de la primera muestra individual de Quinquela Martín (1918), por entonces “Chinchella”, sus amigos escribían: “Nos comprometemos hacer un bochinche des- comunal, y raviolando cocodrilescamente obligarnos a los dispérticos a beber mucho vino, a los reumáticos bailar el cake-walk y a los enfermos del preripatético sentimentalismo ahogar sus penas en mares de agua mineral. En línea excepcional hemos conseguido que el director del manicomio esté en continua y directa comunicación telefónica con nosotros, para poder in- ternar en el Open Door los malintencionados que se empeñan en ser cuerdos. Y nos reuniremos en ágape amistosa porqué no somos de los que entienden la vida solamente del lado prosaico, en ese conglomerado de sangre, fibras y células nerviosas encerradas en nuestras cajas encefálicas, que los psiquiatras llaman doctoralmente cerecbo, tenemos suficiente sal para juzgar que si el pan es alimento material del cuerpo, el arte es el oxígeno vital del espíritu”.
Víctor Fernández, director del Museo nos cuenta: “Quinquela encarnaba las pulsiones proletarias y bohemias de su barrio, siempre proclive a celebrar la “locura” y cuestionar a las dominantes instituciones del centro, bajo la forma de enfrentamientos directos, críticas o carnavalescas ironías. Pero al mis- mo tiempo, el artista que se enorgullecía de haber cultivado por igual la amistad de nobles y de malandras, supo interactuar hábilmente con aquellos centros de poder, toda vez que el logro de sus objetivos así lo reclamara.”