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Conventillo, 1943. AGN.

Proyectos separatistas, disparatadas cofradías, desfiles con máscaras y exuberantes atuendos, fiestas callejeras, artistas y vecinos comprometidos con la construcción de una colorida cultura local, con el progreso de un barrio fundado en la mezcla, en los cruces de costumbres, en quimeras o visiones que atravesaron el océano. Nobles ideas con apoyo colectivo que se sostuvieron durante décadas. La Boca, un sitio en la ciudad en donde la locura pareciera ser un estado general, una forma de conquistar sueños, una política de vida comunitaria.

Se sabe, no hay un límite preciso entre la locura y la normalidad. Pero qué queremos decir cuando hablamos de “locura”. En términos generales, una persona que habita en la locura, un loco, es un espíritu subversivo o transgresor, alguien que actúa de un modo no habitual, que incomoda. Si lo pensamos un instante, esta descripción se parece bastante a la de casi cualquier artista. Es el modo que compartían los vecinos del barrio de La Boca –artistas o no- a comienzos del siglo XX, hasta volverla una marca, una identidad.

Esta locura colectiva que pareció apoderarse del barrio entero durante todo un siglo es una locura alegre, festiva y que persigue el bien común. Una locura luminosa que fue faro de ideales para una profusa camada de artistas-vecinos que vivían a través de sus obras. Y entre todos ellos, Benito Quinquela Martín, el hijo dilecto de La Boca, el más luminoso de los locos. Hizo un culto del encuentro. Supo reunir, festejar, reconocer y alentar a los suyos a creer y trabajar por el barrio y su gente. Con el arte como toda arma, con su locura luminosa como alimento para sus geniales proezas.

Asociación Civil Rumbo Sur

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