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Desde comienzos del siglo XX, Buenos Aires comienza una incesante transformación que, en la década del veinte, la llevará a convertirse en una de las grandes capitales del mundo. La ciudad ha entrado en la modernidad y, aunque esta modernidad tendrá algo de periférica, tiene todos los rasgos urbanos de las grandes metrópolis del mundo. Muy elocuentemente esto se ve en las calles urbanas: la luz eléctrica generalizada, el tranvía, la actividad continua de un puerto poderoso y rico, los altos edificios que comienzan a construirse, el auge del cine y de una prensa diversificada para públicos que ya exigen distintos tipos de diarios le dan una fisonomía de ebullición constante. Pero lo que sin duda marca la época es la actividad de una nueva generación que da el perfil más claro de la ciudad de esos años: los jóvenes que se reúnen en las redacciones de los diarios, alrededor de las revistas de literatura y cultura y, sobre todo, en las tertulias de café.

Son las reuniones artístico-literarias que dejan el acotado interior de los salones hogareños para pasar a formar parte del espacio público. En nuestro país, como en Europa, proliferaron los cafés que se volvieron centros de reunión de jóvenes artistas e intelectuales.

Una de estas “peñas”, tal como fue bautizada por el pianista Ricardo Viñes, fue la del tradicional Café Tortoni, sobre la Av. de Mayo, que albergó reuniones culturales a lo largo de décadas. La hospitalidad del café atrajo a los artistas, que no contaban con demasiado dinero para la consumición; a lo largo de los meses, se iban agregando contertulios y mesas a estas reuniones bulliciosas en las que se mezclaban unos cuantos desocupados cuya misión era tomar posesión temprana de los mejores lugares.

El Tortoni tenía una clientela respetable que, al llegar, se encontraba con que las mejores mesas estaban ocupadas. Los habitués pasaban horas deliberando sobre poesía y pintura, pero consumiendo muy poco. Esto no beneficiaba al dueño del local y los parroquianos lo sabían, porque como dice Quinquela explicando la razón por la cual debieron mudarse del Café La Cosechera al Tortoni: “Un modesto café por cada dos horas de charla resultaba evidentemente un negocio ruinoso para los accionistas de ‘La Cosechera’”. Pero la hospitalidad del Tortoni también tuvo un límite. Fue entonces que uno de los habitués más conspicuos tuvo la gran idea de sugerirle al dueño del Tortoni, don Pedro Curutchet, que habilitara en la cava un espacio para albergar estos encuentros que, a su entender, prestigiaban el local.

Curutchet vio una posibilidad brillante de solucionar el problema y fue así como en mayo de 1926 da a conocer el Acta de Declaración de La Peña del Tortoni:

“Correspondiendo a nuestro deseo de crear en Buenos Aires, con carácter de Club, un sitio neutral donde puedan vincularse los artistas y las personas afines al arte, los señores propietarios del Café Tortoni (829, Av. de Mayo), han resuelto habilitar el subsuelo del mismo de manera que simultáneamente a los servicios del establecimiento permita la organización de audiciones literarias y musicales, conferencias, exposiciones y demás espectáculos de arte […] a esa nueva entidad que denominaremos ‘La Peña’”.

Adoptó como distintivo —adelantándose a la voluntad nacional— la flor del ceibo y con ella hizo de la Fiesta del Ceibo su celebración máxima.

A un año de su fundación ya era reconocida como un “prestigioso cenáculo artístico”. En sus mesas tumultuosas se discutía tanto el último grito en una estética como diversas cuestiones que encen- dían los ánimos. Eran frecuentes las exaltaciones y los gritos, que escandalizaban un tanto a la respetable clientela del salón superior como al dueño.

Quinquela solía ser mediador en estas discusiones acaloradas y tenía un método infalible para echar un balde de agua fría cuando los ánimos estaban demasiado exaltados. Invitaba a Alfonsina Storni, quien habitual- mente iba a acompañada por Salvadora Medina On- rubia, a subir al escenario a recitar poemas y, de este modo, apaciguar los espíritus exaltados.

Quinquela Martín y sus orígenes y su pertenencia al barrio de La Boca, su amor por el puerto y sus trabajadores no le impedían frecuentar los cafés y las tertulias de la avenida de Mayo ni participar de las discusiones sobre arte en general. En esos momentos, atravesaba las discusiones intelectuales de Buenos Aires el gran tema de la vanguardia.

Años atrás las vanguardias históricas, europeas, habían dado la medida de aquellos artistas que se revelaban contra la estética recibida, contra un arte burgués e inmóvil. Consecuentemente, las vanguardias latinoamericanas buscaron no sólo renovar los medios formales en literatura y pintura, sino también indagar sobre el modo de representar las culturas autóctonas, americanas.

Esto se pone en evidencia en un famoso encuentro entre Quinquela y Ricardo Güiraldes quien llegó una noche a la peña y leyó unos versos que el pintor consideró afrancesados, a veces por la métrica que copiaba de Francia y otras por estar escritos directamente en francés. Sin ninguna mediación, Quinquela se lo reprocha a Güiraldes diciéndole que en ese momento los artistas debían buscar tanto lenguaje como motivos argentinos, que era necesario para la nación que sus poetas y artistas la abrazaran. Por eso se preguntaba: “¿Qué objeto tendría que yo pintara el Sena, cuando mi misión es pintar el Riachuelo?”.

El día que cantó Gardel. Fue en ocasión del agasajo que se organizó para recibir al escritor italiano Luigi Pirandello, en 1927. El futuro premio Nobel de Literatura, había viaja- do a Buenos Aires para presentar su obra Diana e La Tuda en el Teatro Odeón. Los miembros de “La Peña” le organizaron un homenaje. Pirandello llegó al Tortoni pasada la medianoche con parte del elenco. Allí lo recibió el escritor Roberto Mariani, quien en nombre de la “Junta Ejecu- tiva de la Peña” presentó al invitado de honor y dio comienzo al acto. Un número especial estuvo a cargo de Carlos Gardel acompañado por sus guitarristas Guillermo Desiderio Barbieri y José Ricardo. Cuentan algunos asistentes que “hubo una singular expresión de admiración en el rostro del literato italiano al escuchar al cantante argentino que desbordaba vitalidad y una carrera artística en pleno ascenso”.

Anticambalache. Así la define Ulyses Petit de Murat, uno de sus parroquianos, “La Peña del Tortoni fue un anticambalache. En ella, a diferencia de lo que ocurre en el tango de Discepolín, la mezcolanza fue estupenda”.1 El “Suplemento” de la Peña cuenta: “en las reuniones extraordinarias que realiza la sociedad, se cruzan las más desencontradas teorías y los más reñidos sistemas. Las nuevas formas abren sus rumbos frescos como también conserva su huella la belleza clásica. Allí se hace el arte por el arte, excluida la forma, desprovista la emoción de toda influencia subalterna. Se hace música de los nuevos, de igual modo que se ejecutan lo eternos”.

Críticas a La Peña. Como rasgo característico de este tipo de sociedad autoconvocada eran muy típicas las polémicas y discusiones entre peñas y tertulias. La Peña del Tortoni fue bien pronto etiquetada por los del café Royal Keller, un café “bacán” y de gente distinguida, como reducto popular del “amaneramiento” y de las “poetisas recitadoras”.2 Sus asistentes, según los del Royal Keller padecían de analfabetismo poético y eran la negación de toda vanguardia. Sin duda, la “mezcolanza” de la que habla

Petit de Murat no era agradable a la elegancia del Royal Keller. En el Tortoni tanto se podía escuchar a Arturo Rubinstein tocando “La polonesa” seguido al rato por “Quejas de bandoneón”, como discusiones literarias de alto voltaje, mientras acto seguido can- taba Josephine Baker. Admitía tanto a la iluminada profesora de castellano que encontraba un escenario propicio para el recitado como noches en las que se escuchaba a García Lorca. Pero la Peña no se limitó a concertar reuniones y tertulias, fue, además, prolífica en concursos y publicaciones, en banquetes y cenas de aniversario.

 

Una exposición inédita. Una muestra colectiva con más de sesenta grabados que reúnen a los más importantes grabadores argentinos. “Muchos de gran tamaño y de valor excepcional, siendo el con- junto hermoso espectáculo, pues lo primero que se advierte es la unidad de carácter, en cuanto la probidad de los procedimientos. Exposición que se realiza por vez primera en nuestro país, habla de uno obra silenciosa de nuestros artistas, muchos de ellos excelentes grabadores aunque desconocidos casi en su actividad” decía un artículo de El diario del 12 de enero de 1927.

Participaron trabajos de Arato, Bellocq, Collivadino, Prieto, Facio Hebecquer, Vigo, Spilimbergo, Thibon, Molinari, Montero, Riganelli, Mortola de Bianchi, entre otros.

Integrantes de La Peña: A lo largo de los años participaron Quinquela, Baldomero Fernández Moreno, Carlos de la Púa, Raúl González Tuñón, Leopoldo Marechal, Juan José de Soiza Reilly, Héctor Pedro Blomberg, José María Samperio, Luis Perlotti, Juan de Dios Filiberto, Alfonsina Storni, entre otros. Además de los peñistas asiduos, la recorrieron numerosos artistas e intelectuales extranjeros, quienes no desaprovechaban la ocasión para declararse ante los medios periodísticos partidarios de la Peña. En palabras de Amalio, “uno de los compositores más cotizados en España, en materia de cuplets”, la Peña “es un sitio llamado a grandes acontecimientos poéticos, literarios, musicales y futuristas”. Y también curiosos que buscaban confundirse entre los artistas. Nunca faltaban los “colados” o “personajes de cartón”.

“Una de las noches que tocó Arturo Rubinstein, leyó su primer cuento entonces inédito y desconocido Roberto Arlt; Lía Cimaglia, menuda y niña como una flor, levantó la tapa del piano para el comienzo de su celebridad la noche de la visita y conferencia de Pirandello; y con los cuadros de Gutiérrez Solana en las paredes, dijo sus primeros versos el poeta Oscar Ponferrada”.

“Después de mil y una noches de espectáculos, más de trescientas exposiciones y ciento y una Peñas proliferadas desde la calle Florida hasta la quedada Rioja, La Peña, los muchachos de la Peña han decidido eliminarla.”4 Así anunciaba el periódico El Hogar el final de la Peña del Tortoni, que llegó en 1944. La Agrupación de Artes y Letras decidió ese año liquidar sus bienes y, con lo obtenido, terminar la decoración del hito dedicado a Leopoldo Lugones, en Tigre, inaugurar el monolito levantado en honor a Fernando Fader y erigir un monumento a Alfonsina Storni. De este modo, los últimos actos de la Peña se orientaron a mantener en la memoria colectiva a varios de los hombres y mujeres que pasaron por ella.

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