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Por las calles empedradas, por las de tierra, por las avenidas y el puente nuevo, se puede ver cualquier tarde a un grupo de jóvenes que llevan cajas de pinturas, pinceles y lienzos. Los discípulos siguen, como los peripatéticos, a un maestro y practican la pintura al aire libre. Recorren la Isla Maciel hasta encontrar el punto justo de la luz o la línea exacta en el horizonte borrado por el humo de las fábricas, que intentarán replicar. Se trata del grupo de artistas de La Boca que rodea al maestro Alfredo Lazzari.

Quinquela Martín, Juan de Dios Filiberto, Fortunato Lacámera, Santiago Stagnaro, Arturo Maresca, Camilo Mandelli y Vicente Vento, son parte de aquellos iniciados por Lazzari. No forman una escuela en términos estéticos, se trata más bien una suma de individualidades que no resulta en un todo homogéneo. Pintan el mismo paisaje, miran lo mismo, pero cada uno ve algo distinto. Estos artistas forman el grupo que se conoció como la “Escuela de La Boca” o los “artistas de la vuelta de Rocha”, que entre la bohemia y el rigor formal le dieron forma y color al puerto, al trabajo, a los obreros, a los interiores quietos de ventanas al río.

Denostados por la academia, el grupo es típicamente moderno. Sus obras representan escenas urbanas, escenas que recrean la afiebrada vida del pueblo trabajador. Quinquela lo explica de este modo: “no íbamos al pueblo, como se usa decir ahora, pertenecíamos al pueblo: tampoco hacíamos folklore, pintábamos el ambiente en el que vivíamos”. Todos pertenecían a familias humildes, trabajadoras, y allí se encuentra el mundo que pintaron. Los primeros años de estudio quedan circunscriptos a los fines de semana y a las noches. Luego, cada uno de estos trabajadores de la bohemia artística logrará sintetizar en su obra una identidad a partir de la imagen que les dará un carácter propio, inconfundible.

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