El primer idioma que hablé fue el armenio, porque para mis padres era muy importante preservar la identidad cultural. Desde muy chica recuerdo que me preguntaran, como en un ritual gracioso: ¿Con quién te vas a casar cuando seas grande? Y la respuesta, en armenio, debía ser: “Con un lindo chico armenio”. Sonreían gratificados, aunque yo no tenía idea de qué hablábamos. Algo de eso les hacía bien, y la expectativa se iba instalando sin que te dieras cuenta. Se daba mucha importancia a preparar a las mujeres para el matrimonio.
Como primera generación de argentinos, crecimos aquí casi como extranjeros, muy contenidos en el núcleo familiar, escolar y cultural. Aprendimos varios idiomas a la vez, algo que aportó el éxodo de las familias y el pasaje por distintos países antes de radicarse en la Argentina (papá hablaba ocho idiomas). Los viajes y encuentros transculturales dejaron en mí una sensación de ser ciudadana del mundo. En mi crianza, también me marcó mucho el lugar que se le daba a la mujer, las diferencias que se hacían respecto de los hombres, los “permisos”. Sobre todo porque mi hermano y yo teníamos casi la misma edad, y no podía entender por qué él sí y yo no, o por qué él no y yo sí. En mis años de enojo, me convencía a mí misma de que lo único bueno de lo armenio era la comida. Mi mamá y mi abuela cocinaban divinamente. Era para ellas un deleite cocinar y agasajar a los invitados, y yo también lo disfruto. Creo que lo aprendí de ellas, en el detalle, en lo exquisito, lo abundante, lo delicioso. Cuando viajé a Turquía en 2010, muchos me advirtieron que no dijera que soy armenia, por lo que me podría pasar. Pero yo no quería esconderme, y además tenía curiosidad de ver qué pasaba cuando lo decía. Nunca sentí peligro. Luego, en Armenia me crucé con muchas historias de mujeres, mujeres valientes en las que veía reflejado algo de mi propia historia. Vi en ellas una gran fortaleza, que siento también en mí.
Cada 24 de abril reconozco el valor simbólico de la memoria, de honrar a nuestros ancestros, liberar un poco más su dolor que traemos dentro, hacer algo bueno con la fuerza y los dones que nos legaron. Creo en la memoria y el reconocimiento, pero hoy entiendo que no es desde el odio y la venganza. En mi viaje me di cuenta de que turcos y armenios también fueron vecinos, amigos, amantes, hermanos y sentí que el genocidio fue más bien una cuestión de Estado. Tengo la certeza de que el Estado turco algún día llegará a reconocer su responsabilidad. Hay una gran historia y fuerza escondidas en esas tierras, en la cultura, y en la misma gente. La sangre se ha mezclado, muchos nombres se han perdido, pero los armenios latimos en cada rincón y en cada brisa. De allí venimos. Somos parte.
© “Armenios en la Ciudad de Buenos Aires” de Carlos Iglesias – Rumbo Sur, 2018.