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SOL FERNANDEZ LOPEZ / Actríz, cantante y docente
teatro como familia
Pocas veces nos convocó el dinero; lo que nos convoca es el gusto en común y la propuesta del director

Foto de Gaspar Kunis

Nací en Choele Choel, donde no había teatro, ni cine, ni siquiera la idea. A pesar de eso la actuación estuvo presente en mi vida desde chica. En general hablaba bastante poco, pero me paraba arriba de la mesa en las reuniones familiares y cantaba. Hacia escenas elaboradísimas con mis muñecas y esperaba ansiosa el día del acto en la escuela para actuar.

El teatro apareció recién en la secundaria, en Villa Regina, adonde nos mudamos. Me sumé al único grupo que había, que era de adultos. Un día me encontré en la sala, realizando una escenografía; era de día afuera y adentro estaba oscuro. “Este es el universo que quiero”, pensé.

En mi pueblo los teatreros son los locos, los bichos raros; hay una idea misteriosa sobre lo que pasa alrededor del teatro, hay fantasmas. La primera obra que hice fue clave para probarme, y mostrarle a mi familia qué era lo que tanto me apasionaba. Necesitaba que vieran que no era un disparate. Estaba por terminar la secundaria y necesitaba su apoyo para ir a estudiar teatro a Buenos Aires. “Teatro, sí, ¿pero de qué vas a vivir?”. Mediamos un poco, y me fui a Bahía Blanca. Empecé la escuela de teatro y el conservatorio de música, que en mi familia era mas valorado, y “para trabajar” hice el magisterio de teatro. Ahí los convencí. De repente, estaba actuando todos los días, un sueño. Me pedían una escena y hacía una obra entera. Todo era nuevo y estaba muy bien; recuerdo esos años con fascinación.

Luminarias de la crisis
Buenos Aires fue otro cantar: la fantasía de venir a esta ciudad; ese mundo detrás de la pantalla. Llegué en plena crisis, en el 2002. La ciudad era inabarcable y caótica. Necesitaba trabajo y los talleres de teatro eran carísimos. Empecé a hacer de todo para subsistir: camarera, niñera, costurera; pero no sabía cómo hacer para seguir siendo actriz acá.

Un día llegué al Excéntrico de la 18, el estudio de Cristina Banegas. “Quiero entrenar, pero no tengo plata”, le dije. Era pleno momento de trueque, así que le pregunté si podíamos hacer algún intercambio. Ella pensaba cómo darme una mano, cuando entró un alumno a decirle que necesitaba velas para una escenografía. “Las hago yo. Sé hacer velas”, dije sin dudar. A la semana llegué con una caja gigante de velas y empecé a entrenar con todo.

Teatro como familias
El teatro es todo en mi vida. Cuando pienso que podría no hacerlo me angustio. Si algo tengo claro es que quiero ser actriz, siempre. El teatro me da espacio, universo y múltiples familias.

Son procesos muy intensos los del teatro. Hay un gusto por lo que nos convoca y todos gustamos de eso. Después, si lo sostenemos durante todo el proceso y confiamos, nos convertimos en equipo. Compartimos mucho tiempo, comidas, charlas, horas de ensayo. Todos estamos tan vulnerables y expuestos en el escenario, que llegamos a querernos mucho. Esa gente pasa a ser la familia con la que convivís durante un proceso que a veces dura años. Después se estrena, se hacen las funciones y un día se termina. Y mientras te vas despidiendo de un grupo, de una obra y de un personaje que sabés que vas a extrañar un montón, ya estás ensayando otra obra. Hacés el duelo mientras estás viendo con qué proyecto vas a seguir. Y a esa gente que creías que ibas a seguir viendo con frecuencia, por ahí no la ves más. Pero te los cruzás en un hall de un teatro y el abrazo, aunque hayan pasado cinco años de no haberte visto, es hermoso. Siempre es gente entrañable y querida.

Aparte de trabajar en obras con diferentes directores, integro el Colectivo Escalada, desde hace ocho años, dirigida por Alberto Ajaka. Somos quince, entre actores, escenógrafo, vestuarista, iluminador y director. Cuando nos conformamos como compañía no había muchas; ahora hay algunas más, pero es bastante raro que una compañía de teatro independiente permanezca en el tiempo. Pocas veces nos convocó el dinero; lo que nos convoca es el gusto en común y la propuesta del director, en la que todos confiamos. Se sostiene porque creemos en lo que se va a dar y disfrutamos. Siempre es un lío combinar horarios entre tantos, cada uno con su otro trabajo, sus responsabilidades, su vida. Así y todo, llegamos a un acuerdo siempre, aunque el ensayo termine a las dos de la mañana. Estamos y nos queremos mucho, además.

Teatro obligatorio de primero a séptimo grado
El teatro en la escuela debería ser obligatorio de primero a séptimo grado.

Los chicos se apasionan con teatro. Suelen acercarse sin saber qué es, porque son muy pocos los de la escuela pública que van al teatro; y en la primera clase ya todos actúan y son espectadores. Ningún chico sale igual que como entró; porque sintieron pudor o se rieron adelante de sus compañeros, porque hicieron una voz o caminaron distinto. El más callado pasó, actuó, y de repente es histriónico y muestra esa faceta que nadie conocía, o hizo un gesto que a todos les gustó y lo llevan a la clase de matemática. Y ya no es el mismo, es otro, puede ser otro. La nena inquieta está tranquila y expectante, esperando actuar. Se miran, se tocan, se ríen, se gritan, hacen catarsis, lloran. Se sientan en ronda, se sacan el guardapolvo, rompen con las reglas de la institución.

En teatro juegan con consignas, con otros; y son observados, tienen público. Es distinto a jugar en otro lado. Esos registros que descubren, si no es en teatro, a veces no tienen la posibilidad de encontrarlos. Traen historias de su casa, inventan a partir de sus experiencias. Cada tanto invito a otros maestros a mi aula y no lo pueden creer. Lo que ven en la hora de teatro no lo ven en todo un año de clases. Salen de teatro disfrazados, con pelucas azules, sin guardapolvos y con sombreros a pasearse por los pasillos de la escuela, a hacerse los locos por un rato y que todos les digan: “¿Y nosotros cuándo vamos a tener teatro?”.

Reconocimiento y vértigo
La actuación te genera todo el tiempo un vértigo en relación a los otros. Siempre estás esperando que te llame un director o que te convoquen para un casting. Es un modo de esperar activo, pero esperás. Siempre está el miedo de que no aparezca nada.

El reconocimiento, que te convoquen, es en gran medida el objetivo de ser actor. Si un director te llama es porque le gustó lo que hacés. En general cada director ve algo distinto de vos; y te pide otras cosas, te hace probar, experimentar. Por eso está bueno trabajar con distintos directores, actores, contextos, espacios, lenguajes, códigos. Cobrar por lo que hago me resulta un reconocimiento justo y necesario; trabajar en el teatro oficial me dio eso algunas veces.  En general cobramos poco los actores por nuestro trabajo, entonces cuando aparece algo de plata uno se siente gratificado. Por un festival también, claro; nos vamos a Venado Tuerto o a Madrid; no importa a dónde. Que te digan que está bueno, que se llene la sala, que le guste a la gente o que no le guste, que algo les pase. Siempre es con los otros. Sin espectador no hay teatro.

Desde que me convocan con una idea hasta las funciones, disfruto de todo el proceso. Me es imprescindible, haya plata o no. Si hay más recursos para producir, subsidios, sueldos, genial: en ese momento no laburás tanto de otras cosas y te dedicás a lo que querés. Es lo ideal. No sé igual cómo sería si estuviésemos súper apoyados por el Estado, porque me parece que también somos, porque somos independientes. Manejamos los horarios, ensayamos cuando queremos, a cualquier hora. No faltamos nunca, aun afiebrados; porque hay un compromiso tremendo. Usamos tiempo, energía, dedicación. Por amor. Porque nos gusta hacerlo.

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